San Vicente emplea indistintamente los conceptos de “piedad” y “devoción” para referirse a una única, aunque compleja realidad. También San Francisco de Sales, su amigo y maestro, prácticamente llega a identificar la piedad con la devoción: “La Eucaristía -dice- es el centro de la religión cristiana, el corazón de la devoción y el alma de la piedad” (Introducción a la vida devota, Apostolado de la prensa, Madrid 1933, II, 14).
Vicente hereda la “devoción” salesiana, según la cual el amor de Dios llega en una persona a tal grado de perfección que no solamente le predispone para el bien sino que, además, le hace actuar “cuidadosa, frecuente y prontamente” (ib. 1, 1). La piedad no queda reducida, por lo tanto, al ámbito de la oración, sino que implica toda la vida del cristiano y abarca a todos los cristianos, sea cual sea el puesto que ocupen en la sociedad.
A lo largo de la historia, la piedad ha sufrido diversas modificaciones: de la “pietas” latina, entendida como el comportamiento gratuito de Dios hacia el hombre y los deberes de éste hacia su Creador y las demás criaturas, quedó restringido el concepto en la Edad Media al modo de comportarse ante Dios. Así, la piedad pasó a ser lo que nosotros ahora designamos como “pietismo”, es decir, intimismo piadoso sin derivación fraterna. Desde Francisco de Sales hasta el momento actual, cada vez se plantea con más fuerza cómo ser piadosos al mismo tiempo que comprometidos en virtud, precisamente, de la misma piedad. Tal vez la respuesta esté insinuada en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, 43: el hombre por ser “ciudadano de la ciudad temporal y de la eterna” debe guardar un equilibrio entre su compromiso temporal y su relación con Dios, tratando de descubrir la relación existente entre Dios y el mundo, hasta llegar a la deseada “síntesis vital” a que está llamado todo cristiano. Es la síntesis de los extremos que se tocan. Así, la piedad termina siendo acción caritativa y “el diálogo y la historia se transforman en gesto litúrgico” (III Conf. gen. del Episcopado Latinoamer., Puebla. La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, BAC, Madrid 1979, 122). Vicente no está lejos de este planteamiento actual. Veámoslo detenidamente.
La piedad o devoción acompaña de tal manera a la oración que se sitúa detrás y delante de ella. Es como su “atmósfera”. Digamos que, en un pri mer momento, la devoción prepara para esa singular cita entre el alma y Dios. Si Vicente recomienda a las primeras Hijas de la Caridad “que vayan todos los días a la Santa Misa y que vayan con una gran devoción” (IX, 24), no es sino para que el encuentro sea lo más provechoso posible. E, incluso, llega a concretar la devoción en actitudes personales, tales como reverencia, atención, vista recogida y espíritu ocupado en buenos pensamientos (cf. IX, 24. 559; XI, 607; RC, CM X, 12). El Señor se hace presente en el interior de la persona y es preciso poner en funcionamiento todos los mecanismos humanos para encontrarle. De la experiencia de San Agustín confirma nuestro santo la necesidad de ser interiores, de saber entrar dentro de uno mismo para sintonizar con el Espíritu de Dios (cf. XI, 430). En resumen, la clave para encontrar a Dios en la oración está en la piedad.
Pero la devoción no se reduce sólo a meras disposiciones humanas facilitadoras de oración, sino que, además, tiene mucho de don divino que brota de la misma oración. En palabras de San Vicente, la oración es “vivero de toda devoción”. He aquí una de las razones por las que continuamente recomienda a sus hijos e hijas que no dejen de participar en los ejercicios de Comunidad, a no ser que razones más poderosas les obliguen a ello (cf. X1, 210-211. 575). Más directamente aún, propone fidelidad y cuidado a los primeros ejercicios piadosos de la mañana porque de ellos puede depender el grado de devoción para el resto de la jornada (cf. IX, 23. 46. 50).
Sabemos que el intimismo espiritualista desencarnado está muy lejos del espíritu vicenciano. Vicente nos ha legado una espiritualidad perfectamente coherente, de tal manera que todo tiende y se justifica en el compromiso con el pobre, ya sea para evangelizarle, servirle, o mejor aún, para las dos cosas al mismo tiempo. Por esta misma regla, la piedad no puede limitarse sólo a la “celda del corazón”, tiene que desembocar en el mundo del pobre. ¿Se puede pensar en un servicio piadoso, o es, simplemente, una contradicción? En más de una ocasión declaró San Vicente que el servicio realizado por las Hijas de la Caridad debía ser hecho “con devoción”. Él mismo lo explica así: “porque los pobres representan para vosotras a la persona de Nuestro Señor Jesucristo” (IX, 916). No parece que se trate de una expresión incontrolada porque reaparece, en los mismos términos y en un claro contexto de servicio, en las Constituciones actuales de las Hijas de la Caridad (Const. 1. 7). Por lo tanto, desde la interpretación actual, hay que admitir como especialmente vicenciano el servicio realizado de esa manera. Podemos seguir preguntándonos, ¿y cómo es el servicio realizado con devoción? Debe ser hecho con dulzura, reverencia y entendiendo que el pobre, destinatario de todo servicio, en definitiva, es el mismo Señor. Y ante el Señor, se le encuentre en la oración o entre los pobres, siempre hay que aproximarse con devoción.
San Vicente insiste a los Misioneros y a las primeras Hermanas para que sean fieles a los “ejercicios de Comunidad” (cf. IX, 208. 210. 366. 620; XI, 210-211). Se da cuenta de la importancia que tienen. Pero, al mismo tiempo, se preocupa de dejar muy claro que, en caso de conflicto entre el cumplimiento de una práctica piadosa y el servicio al pobre, prevalece éste último. A lo largo de sus escritos va explicando que el servicio al pobre es anterior a un retiro (cf. VI, 459), al horario de la Comunidad (cf. IX, 65), a la lectura espiritual (cf. IX, 297), a todas las prácticas de devoción (cf. X, 704), a las Reglas (cf. IX, 131 811 1081 1091), a la meditación (cf. IX, 25. 65. 620), a la Eucaristía dominical, incluso (cf. IX, 25 395 653 725). Y él mismo razona convincentemente esta forma de proceder, diciendo que entre un precepto eclesiástico y otro divino, prevalece siempre éste último (cf. IX, 395). Como conocedor profundo de la sensibilidad de las primeras Hermanas, se adelanta a prevenirlas para que cuando el servicio al pobre les impida acudir a la oración no caigan en escrúpulos, puesto que están cumpliendo la voluntad de Dios, a la vez que están ejercitándose en las virtudes de la paciencia y la mortificación (cf. IX, 653. 1081. 1091). Además, no pierden absolutamente nada puesto que eso es “dejar a Dios por Dios, y dejar a Dios por Dios no es dejar a Dios” (IX, 297).
Se puede hablar en San Vicente de devociones, es decir, de aspectos preferenciales de espiritualidad, escogidos y vividos en función del carisma y de la propia sensibilidad personal. Por su misma naturaleza, las devociones tienden a concretarse en determinados ejercicios de piedad que, a su vez, nutren y sustentan a las mismas devociones. En el capítulo X de las Reglas Comunes de la Congregación y en los capítulos VIII y IX de las Reglas Comunes de las Hijas de la Caridad, Vicente presenta todos los Ejercicios de piedad propios de las dos Congregaciones “que se observarán con mucha exactitud y se preferirán a cualquier otros” (RC. CM, X, 1). No se distingue entre piedad litúrgica y piedad privada. Para él todas son “prácticas piadosas”.
A partir de los ejercicios piadosos que propone San Vicente, queremos llegar a descubrir las principales devociones, así como la relación existente entre ambas.
El Papa Urbano VIII otorgó como patrono de la Congregación de la Misión a la Santísima Trinidad. Por lo tanto esta devoción está vinculada a los orígenes mismos de la Compañía (cf. XI, 104- 105; RC. CM, X, 2). San Vicente concreta esta devoción en seguir a la Divina Providencia y en cumplir la Voluntad de Dios. Dios Trino, a través de su Providencia amorosa, gobierna y dirige todo mediante un plan eterno e inviolable. Al hombre le corresponde estar atento para descubrir y secundar las indicaciones de Dios. En esto consiste la devoción a la Divina Providencia (cf. V, 374; IX, 86; XI, 438). El cumplimiento de la Voluntad de Dios es el ejercicio más seguro de que dispone el hombre para llegar hasta el mismo Dios. De ahí la estima, el amor y la devoción que se debe tener hacia ese medio que tiende infaliblemente hacia la perfección.
De entre las prácticas piadosas que San Vicente recomienda a sus hijos e hijas, algunas de ellas nos parece que van más directamente encaminadas a alimentar la devoción a la Trinidad Santa. Podemos mencionar, entre otras, el Oficio Divino, por el que el hombre canta las alabanzas debidas a Dios. Debidas porque San Vicente sabe que “es el primer acto de la (virtud) de la religión” (X1, 606) y, por consiguiente, hay que rezarlo “con reverencia, atención y devoción” (RC. CM, X, 5). Para la oración de meditación recomienda Vicente que se comience poniéndose uno en la presencia de Dios y lo mismo para los demás momentos de oración, así como antes de cada jornada de trabajo, “a fin de que todos le sean agradables a Dios” (IX, 1120). Con este ejercicio se recuerda uno a sí mismo el sentido profundo que tiene cada acto, al tiempo que posibilita su crecimiento en fe. Lo mismo cabe decir de otros actos piadosos recomendados en las Reglas Comunes como, por ejemplo, actos de fe continuos a lo largo del día, comenzando por la adoración y alabanza hecha nada más levantarse (RC. CM, X, 2; RC. HC, IX, 1), jaculatorias (cf. IX, 1120), ofrecimiento del día y de las obras buenas (RC. CM, X, 2). Todas ellas van dirigidas a Dios con la finalidad clara de alimentar la devoción a la Santísima Trinidad.
Cristo Encarnado constituye, sin duda, uno de los fundamentos más importantes de la espiritualidad vicenciana. Para San Vicente toda su vocación consiste en seguir e imitar a Jesucristo en cuanto encarnado, es decir, “al Cristo que se despojó de su rango tomando la condición de esclavo…y obedeciendo hasta la muerte y muerte de Cruz” (Filp. 2, 6-8) y al que “recorría todos los pueblos y aldeas proclamando la Buena Noticia y curando todo achaque y enfermedad” (Mt. 9, 35). A este Cristo le profesa San Vicente tanta devoción que no desea otra cosa que “revestirse de su espíritu” (cf. XI, 235-236. 410) y que sus misioneros hagan lo mismo (RC. CM, X, 2).
Resulta fácil ver la relación entre algunas prácticas piadosas que San Vicente estableció para las dos Compañías y la necesidad de configurarse con Cristo Encarnado. Consideremos, como una de las más importantes, la Eucaristía que para San Vicente “encierra en sí el resumen de todos los misterios de la fe” IRC. CM, X, 3), pero que directamente lleva a la unión con Cristo y a renovar el misterio Pascual. Aparte de ser el alimento necesario para las almas, sabe Vicente la importancia extraordinaria que tiene para crecer en el amor a Jesucristo. De ahí que recomiende a los Misioneros celebrarla diariamente y a las Hijas de la Caridad asistir con la misma frecuencia (cf. X, 143; IX, 24). Se detiene, por la misma razón en explicar detalladamente las disposiciones interiores y exteriores convenientes para sacar el máximo provecho, aunque todas ellas pueden quedar resumidas en “celebrar la Eucaristía con gran devoción” (IX, 24). Encarecidamente insiste en practicar las visitas al Santísimo en ocasiones tan variadas como cuando se está pasando una pena, cuando se llega a un pueblo para establecerse o misionar, en la enfermedad, al entrar y salir de casa…(cf. IX, 797. 812. 1191). La continua presencia ante la Eucaristía facilita la vivencia del misterio de Cristo.
La oración de meditación, establecida diariamente para los misioneros y para las Hijas de la Caridad, tiene como objetivo la asimilación de las principales actitudes vitales de Cristo, no sólo en cuanto que -con mucha frecuencia- San Vicente propone meditar sobre los distintos pasajes evangélicos, sino además porque se pretende imitar a Cristo orante (RC. CM, X, 7). Con la lectura espiritual, práctica igualmente diaria para los Padres y Hermanas, se busca profundizar en la figura y el misterio de Jesucristo (cf. IV, 159). Además, los sacerdotes y clérigos deberán leer cada día un capítulo del Nuevo Testamento (RC. CM, X, 8).
Con el fin de configurarse también con Cristo humillado y autor de la Pasión redentora, Vicente anima a sus hijos e hijas para que cada viernes vivan el acto penitencial consistente en acusarse de las propias culpas, en recibir los avisos adecuados y la penitencia merecida (RC. CM, X, 13; RC. HC, VIII, 5). Parecido sentido tiene la práctica delayuno y la abstinencia los viernes y los días propuestos por la Iglesia. Todo ello para “honrar de alguna manera la pasión de Cristo” (RC. CM, X, 15).
En la misma bula de aprobación en que se confía la Compañía a la Santísima Trinidad, se recomienda también la veneración, el culto y la devoción a María (RC. CM, X, 4). San Vicente habló en muchas ocasiones de su devoción mariana y exhortó otras tantas a sus hijos e hijas a “dar honor a María e imitar sus virtudes” (IX, 213).
Para desarrollar la devoción mariana propone, entre otros actos piadosos, la recitación diaria del rosario, el “breviario de los pobres”, según expresión suya. Por propia naturaleza, el rosario lleva a contemplar la vida y obra de Jesús en la repetición del Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria, las más bellas oraciones de todos los tiempos. La fusión entre la contemplación y la oración vocal dan como resultado la apertura espiritual al misterio redentor de Cristo y de María.
El rezo del Angelus, varias veces al día, sumerge a Vicente en lo más hondo del misterio de la Encarnación del Verbo, al tiempo que le recuerda la actitud disponible de María para colaborar en los planes salvadores de Dios. Es para él un ejemplo admirable a seguir.
J. LÓPEZ MARTÍN, Devociones y liturgia, en Nuevo Diccionario de Liturgia, Paulinas, Madrid 1987, 562-582.- U. MAYNARD, Vertus et doctrine spirituelle de Saint Vincent de Paul, Ambroise Bray, Libraire Editeur, Paris 1864.- L. MEZZADRI, San Vicente de Paúl y la religiosidad popular, en Vicente de Paúl. la inspiración Permanente, CEME, Salamanca 1982, 83-112.- E. RUFFINI, Ejercicios de Piedad, en Nuevo diccionario de espiritualidad, Paulinas, Madrid 1983, 406-414.
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